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Crónica: Midi d'Ossau. Tras los pasos de Delfau.

El Midi d’Ossau no es una montaña más. Tiene esa forma tan peculiar que, al menos a mí, me embruja. Cuando se coge un poco de altura en el Pirineo occidental, aparece majestuoso, como un faraón. Dominando el horizonte más inmediato, se presenta aislado y reverenciado por un caótico mar de picos a sus pies. Junto con sus vecinos Anayet, Balaitus, y los Infiernos, forma parte de ese exclusivo club de cimas claramente identificables por sus formas y colores, y esto, entre otras cosas,  hace que sean tan deseadas de conquistar.

En esos momentos de encuentro con esta mole tan característica, y antes de despertar de mi embobamiento al observar tamaña estampa, me decía: Algún día lo haré. Así que el fin de semana del 7 y 8 de septiembre, el Club de Montaña Pirineos, dentro de la serie Primeras del Pirineo organizó una salida para alcanzar este pico, y allí que fui. Esta serie trata de conseguir distintos objetivos siguiendo la primera ruta documentada de cada cima en cuestión. En este caso, seguimos las huellas del francés Guillaume Dalfau, que, atraído por su fama de inaccesibilidad y acompañado por el pastor Mathieu, dejó constancia en 1797 de la aparentemente primera conquista de esta cima por su cara noreste. Y digo aparentemente porque cuando hicieron cumbre, encontraron un gran hito de piedras allí plantado. Un pastor del valle del Aspe lo consiguió años atrás, aunque no existen documentos que lo avalen.

El caso es que un equipo formado por ocho ilusionados montañeros y dos ilustres monitores del Club, el sábado a las 5 de la tarde aparcamos el coche en el aparcamiento de Caillou de Soques, en la carretera del Portalet en su vertiente francesa, ya muy cerca de Gabás, dispuestos a seguir esos pasos que Delfau dio aquel día de octubre de finales del siglo XVIII rumbo al refugio de Pombie. Este punto de partida tiene unos metros más de desnivel hasta el refugio que si salimos desde la ruta normal desde el ya conocido parquing del Portalet.

 

Foto de Félix Escobar

 Un cartel indicaba unas dos horas y media hasta el refugio. Iniciamos la ruta en una tarde algo ventosa pero agradable. Atravesamos el hayedo de Pombie, y una vez en el claro, ya pudimos divisar la cara este de nuestro objetivo de mañana. Ante semejante mole y viendo la verticalidad de sus paredes, era difícil imaginar por dónde subiríamos aquello. Llegamos al Refugio de Pombie antes de la hora prevista, pero el Peygeret ya nos ocultaba el sol de tarde mientras buscábamos un lugar para nuestro asentamiento nocturno.

Foto de Jorge Álvarez
Foto de Mario Magallón

Arreció un poco el viento y hubo un bajón repentino de la temperatura, y vestidos con “ropa de verano pero que abrigue”, sacamos los plumas, los guantes y gorros para evitar perder el calor acumulado durante la subida. Montamos campamento con nuestras esterillas, sacos y fundas de vivac. Un híbrido entre funda, tienda de campaña y ataúd rojo destacaba entre el resto de nuestros refugios individuales que íbamos montando cada uno.

Aprovechamos las horas que quedaban de luz y la intención era cenar dentro del refugio. Estaba lleno y no nos quedó otra que hacerlo en el exterior apoyados en una pared a sotavento, mirando hacia el Peygeret. Las últimas luces jugaban con las nubes que se iban posando en el collado, pero una de ellas escondió, hasta unas horas después, al Midi y su inseparable hermano pequeño el Peygeret.

 

Aquello auguraba una noche fría y ventosa. Después de cenar conseguimos una mesa grande en el comedor y nos tomamos unas bebidas calientes y otras frías que calentaban. Mientras templábamos el cuerpo, Félix nos leía las aventuras de Monsieur Delfau y el pastor Mathieu en su hazaña al conquistar el Midi más de dos siglos atrás.

Foto de Jesús Castiello

Las horas pasaban y yo estaba cada vez más inquieta. Esa sensación de pequeñez cuando avanzo hacia mi zona de no confort me crea una inseguridad que me resulta difícil de superar. Pero estamos aquí para eso, para superar esas inseguridades y malos tragos, y ya vendrán otros mejores.

Foto de Jorge Álvarez

Dispuestos ya cada uno en nuestro refugio al resguardo del viento, intentamos dormir guarecidos bajo el cuidado de la imponente muralla sur del Midi. Yo usé una dosis más alta de lo habitual para conciliar el sueño. Estaba obsesionada con descansar para que al día siguiente tuviera energía suficiente para asegurar un buen final a la jornada, que prometía durilla. Por cuestiones que no vienen al caso, llevaba unos días que no dormía bien. Y si a eso le sumas la necesidad de querer dormir esa noche y la inquietud del día siguiente, resultado: noche en blanco. Aunque me dijeron que me oyeron dormir, vi en el reloj la una, las tres, las cuatro menos cuarto, las cuatro y media… La vigilia comenzó cuando aún soplaba el viento y el cielo estaba cubierto. Intentando conciliar el sueño y ante la atenta mirada de nuestro vigía, el viento cesó y las nubes dejaron asomar la luna en cuarto creciente y toda una bóveda salpicada con millones de estrellas. Identifiqué a la más evidente, Casiopea, y una alucinante Vía Láctea separaba el cielo en dos. Busqué la Osa Mayor y la Menor, pero el Faraón las escondía. Con el paso de las horas intuí donde estaba la Polar, pues todo el firmamento había ido girando sobre su propio eje natural.

Foto de Jorge Álvarez

A las cinco y media empezamos a salir como gusanitos de nuestros sacos. Todo alrededor estaba con escarcha. Menos mal que metimos la mochila y las botas en la bolsa de basura, y solo se quedó fuera lo que no importaba que se mojara. Paró el viento, y con el cielo despejado, la humedad del ibón y las bajas temperaturas, había caído una escarchada buena. Recogimos todo, nos aseamos y desayunamos, y al poco llegó el tercer mosquetero. Pepe apareció a las seis, con una puntualidad suiza, que venía desde el parquing del Portalet. Ya estábamos los once y ya podíamos empezar a andar.

A eso de las siete de la mañana dejamos el campamento y con la luz de nuestros frontales atravesamos así, para abrir boca y sin anestesia, la Grand Raillére du Pombie, una extensa pedrera con algunas rocas que se movían. Mientras amanecía y el alba empezaba a dejar ver la silueta del Palas, Balaitus y esa cadena de tresmiles del Valle de Tena, nos encaminamos hacia el Col de Suzon, donde buscaríamos un sitio para dejar el depósito y subir solo con lo necesario.

Hacía viento y era frío. Habían anunciado vientos de 20 km/hora para esa mañana, aunque con los cielos despejados. A partir de dejar el depósito, y no sé ni cómo ni por qué, comencé a notar un cansancio extremo, sentía calambres en las piernas y la fuerza no me acompañaba. Algo no cuadraba. En cualquier momento y en condiciones normales subo mil metros sin despeinarme, y en ese momento no llevaba ni doscientos y estaba extenuada. Había desayunado bien, pero la falta de un buen descanso parece que me pasó factura.

Después de una arista herbosa, llegamos a la base rocosa del Midi y tras ponernos casco y arnés, nos encaramos a la primera chimenea. Había gente y nos tocaba esperar, así que tomamos una vía alternativa un poco más a la derecha. La abordamos sin problema, uno detrás de otro.

Foto de Jorge Álvarez

Salimos de la chimenea y retomamos la senda siguiendo los hitos y el rastro del sendero. De vez en cuando es preciso poner las manos para asegurarnos la progresión. Nos encaramos ya a la segunda chimenea, más vertical y más disfrutona, con buenos agarres de pies y manos. Como hay gente más arriba, de vez en cuando oímos el aviso de “¡piedra!”, y el sonido de rocas al desprenderse. Otras veces primero sonaban las rocas y después el aviso. ¡Qué útil es el casco en montaña!

Foto de Félix Escobar

Me paraba a veces y echaba la vista atrás para admirar las vistas hacia el valle d’Ossau y toda la vertical que habíamos ido superando y el espectáculo era grandioso, los buitres volaban debajo de nosotros.

Yo notaba cierta inestabilidad. Al girar la cabeza me mareaba un poco y eso hacía que me sintiera más insegura y que me pensara dos veces dónde apoyaba el pie para el siguiente paso. La progresión era bastante mejor trepando que andando.

La tercera chimenea, más larga pero también más tumbada, nos condujo a la cruz del paso del Portillón du Midi. Seguimos avanzando hacia nuestro objetivo y tras una travesía de piedras y tierra, llegamos a un punto donde había que bajar por un pequeño destrepe a una especie de caldera de un viejo volcán en desuso, donde mis compañeros aprovecharon mi distancia para hacer un pequeño descanso y picar algo, para ya abordar la última trepada hasta la cima principal del Midi d’Ossau, el Grand Pic.

De dos años a esta parte, cuando me quedan pocos metros para llegar a mi meta después de un tremendo esfuerzo y superación por mi parte, siento una serie de sensaciones encontradas. Por un lado, orgullosa de haber llegado a base de sudor y lágrimas (no digo sangre) y a costa de la santa paciencia de mis compañeros, y por otra, una emoción que me hace no poder parar de llorar. En los últimos metros siento su infinita presencia y a la vez su irremediable y amarga ausencia. Mikel vuelve a mi cabeza y no puedo evitar pensar que eso que hoy había logrado, algún día podíamos haberlo disfrutado, aunque hubiera sido solo en la distancia a través de mensajes y fotos virtuales. Poder celebrar eso que compartimos, no solo la sangre que nos une, sino esa extraña y loca atracción por la montaña, eso que solo entiende a quien por las venas le corre la misma afición. Entonces, después de las felicitaciones entre los compañeros, los abrazos y las fotos que dan fe de nuestro logro, necesito quedarme un minuto sola, llorándole y echándole de menos. Siempre que puedo le dedico unas letras en mis crónicas de este descuidado blog a modo de homenaje e infinito recuerdo.

Foto de Félix Escobar

Las vistas desde la cima son increíbles. Abajo el Portalet, Formigal y sus pistas, sierra de la Partacua, Peña Collarada, los Aspes, los lagos de Ayous, el valle de l’Ossau, Balaitus, Palas…

Foto de Inma Salas

Quedaba la vuelta. Volvimos sobre nuestros pasos, y de repente nos invadió un suculento olor a salchichas. En aquella especie de caldera que un rato antes habíamos parado para picar algo, había un grupo de franceses que con varios hornillos y aparejos estaban friendo beicon. Con nuestras glándulas salivares goteando, pasamos a su lado y seguimos nuestro camino de retorno. Aún no habíamos terminado la jornada. Estábamos cansados, pero nos quedaban los destrepes y los rápeles de bajada. Éramos varios grupos y fue necesario esperar turno, que cada uno terminara de bajar cada tramo de rápel.

Foto de Jorge Álvarez

La tercera chimenea, ahora la primera, la bajamos destrepando y con mucho cuidado. Lo que horas antes habíamos ido superando, ahora se había convertido en un ejercicio cauto y peligroso. Con todos los sentidos activados y  nuestras artes puestas a trabajar, fuimos perdiendo altura. Había pasos que de subida podían no presentar ningún problema, pero que luego  en el retorno se apreciaban más aéreos y difíciles. El riesgo de tirar sin querer alguna piedra todavía existía. Alcanzamos la segunda y la última, que las hicimos rapelando. Algunos comimos a los pies del último rápel mientras esperábamos a reunir a todo el grupo.

Foto de Jorge Álvarez

Volvimos por la arista herbosa que por la mañana habíamos andado desde el escondite de nuestras mochilas en el Col de Suzon. Una vez armados todos los petates bajamos, con algún que otro revolcón, por una larga y traicionera pradera hasta retomar el camino que habíamos hecho la tarde anterior hacia el refugio de Pombie. Llegamos a los coches a las 5 de la tarde, justo 24 horas después de haber comenzado a andar el sábado. Foto de grupo al volver al punto de partida, muy contentos de haber llegado y de haber culminado felizmente la salida programada por el Club.

Foto de Jorge Álvarez

Con el paso del tiempo, desde aquella intrépida ascensión descrita por Guillaume Delfau, muchos son los que han hecho cima en este hechizante pico. Nuestra gesta no fue ni tan osada ni tan temeraria como la del francés que, después de conquistar la cima, temió por su vida por no saber la suerte que correrían al descender aquellas verticales paredes que les “conducían al abismo”. Así dejó constancia en una carta manuscrita en la cima a su mejor amigo, despidiéndose de él y de su propia existencia.

Foto de Félix Escobar

No puedo cerrar este relato sin, como es habitual, necesario y merecido, dar las gracias a los tres monitores/ángelesdelaguarda/monstruos/amigos/grandes personas, Alberto, Pepe y Félix por habernos guiado para conquistar con seguridad esa montaña tantas veces admirada y deseada, por la paciencia, las aventuras narradas, las risas, los consejos y las atentas miradas sobre nosotros. Y a los compañeros de fatigas, ahora ya, una vez conquistado el Midi, montañeros con mayúsculas. Gracias por la compañía, las risas, los ánimos y vuestra existencia y asistencia. Álex, Álvaro, Carlos, Inma, Jesús, Jorge y Mario. Sois grandes.

Gracias a todos por dejarme compartir con vosotros esas cosas importantes que nunca son cosas.

Es probable que en la vida no podamos hacer todo lo que deseamos, pero sin duda podemos hacer mucho más de lo que imaginamo

Sonia Linacero